Maricón, pero andariego

Sí, maricón, pero andariego. Maricón porque no tenía otra opción, de lo contrario hubiera decidido ser un poquito más feliz. Andariego porque vivo lejos. Fuera de mi casa hago muchas cosas, también me acostumbré a que los hombres me hicieran cosa, en palabras del último de ellos: soy un instrumento. Pero también son hombres a los que les hice cosas, yo también los hice cosa, porque no tenía otra opción. Andariego porque busco los hombres afuera, aunque muy pocas veces ellos me encuentran. Dos lo hicieron, ambos viven o vivieron en Villa campestre: un barriecito en la antípoda de donde yo vivo. Yo hice allí una casita en el pecho de dos hombres. El primero dejó los estudios después de dejarme, y también dejó la ciudad. El segundo me regaló el silencio para habitar fuera de su pecho. No es muy buena idea eso del amor, porque en el amor no soy cosa, sino adorno; porque cuando amo desdoblo mis costillas hacia afuera y me regalo como una corona para esos hombrecitos como diciéndoles que ellos mandan. El problema es que yo no le hago caso ni a mis padres, y los hombrecitos suelen darme órdenes más crueles que mi propia familia.

Como me quedé sin un pecho en el que estar, frecuento la calle 99. Allí hay tres parques, nunca hubo una casa y siempre abundan los hombres. Algunos los recuerdo de rostro, pero no de nombre. Espero que ellos tampoco me recuerden bien. Por la 99 hay dizque un mirador urbano que cumple con la promesa de su nombre: se ven edificios altos en obra negra y una avenida que no sé muy bien a dónde va a dar. Así luce un hombre de cerca: son monumentos gigantes que jamás están terminados y no llevan a ninguna parte. También hay una casita de mentiras donde la gente deja libros y revistas religiosas, la promesa de esta casita es tomar un libro y dejar otro. Yo no tengo libros que dejar, así que no dejo nada. Los hombres tampoco tienen nada que ofrecerme, así que allí me dieron besos. Más abajo, en Barrio abajo, están los moteles. Mis visitas allí son contadas, pero suficientes. Caderas, bocas, espaldas. Un deseo que se prolonga y se ensancha como una nada entre las piernas de los tantos. Un motel es como un salón de clases, toca llegar puntual y esperar a que algo suceda. Después de un par de cosas, tomo un bus, me gustan los buses más que los hombres. Mi favorito: el Sodis Cordialidad. Tuve la desdicha de combinar ambos gustos por un tiempo y el bus se volvía una conversación tortuosa con algún tipo mientras yo no decía nada. La presencia de los hombres interrumpe el paisaje de las calles angostas, a veces tengo que cederles el puesto de la ventana porque pobrecitos, porque toca fingir que los quiero –como si fuera verdad que ellos me quisieron–.

Atravieso la Circunvalar para llegar a casa. En el bus pienso sobre lo tanto que quise, sobre este cuerpo que nunca y lo grotesco de dos hombres que se besan. Ya en casa guardo esa cruz bajo la almohada, que al día siguiente toca madrugar, tengo clases y debo buscar a quién regalarle esta corona de costillas que he sido, porque no tengo otra opción.

Salman Toor. (2018). Time after time.


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