Cara de Cristo

Para André.

Padre

    Érase un hombre con la cara de Cristo y con el Cristo en el cuello. Él escribía “lentes de sol” sin usar ni una letra, todo para decir algo y que fuera realidad. Era su ternura y las ganas de construir un horizonte con la hache de su palabra “hola” como aquella vez que de su garganta brotó este mundo en el que hoy Él habita con nosotros. En su mano había una carta, en la carta, tres rostros: Padre, Hijo y Espíritu santo.

Hijo

    Era su carne e imagen: su cara de Cristo a la altura de un árbol extenso como una canción que no termina porque aún no ha empezado a sonar. Pero se sabe –Él sabe– que tiene un final con María Magdalena a su lado, a sus pies de árbol cansado de erguirse en lo alto, y no poder descender con su corazón ardiente de su pasión de hijo que amó este mundo para terminar crucificado. Pero se sabe –Él sabe– que su dolor no fue en vano, y que cada pecado en la tierra, como en su cara, ha sido perdonado.

Espíritu santo

    Ha descendido. Era la canción de una iglesia: el silencio. No eran los lentes, sino los vitrales sin letras que dibujan su nombre. De su boca se asomaba el horizonte de una habitación pequeña con la cara de otro hombre. La forma, el modo, su inteligencia divina cedía y cedía a lo que había creado. El rosario se le escurría hasta hacerse arañita coqueta en su cuello. Era el otro hombre un pecado con cara de calma, pero que esta vez no había la necesidad ser perdonado. Era lo hondo, y las manos estigmatizadas recorriendo el fondo de un corazón redimido. Se desparramaba en los tuétanos del otro hombre el misterio, y saber si la cara de Cristo era como en verdad se decía que era. Lo importante: esta vez no había ni una sola herida en sus mejillas, lo único abierto era su sonrisa de séptimo día. Juntos pronunciaron esa canción que todavía no ha empezado y que tampoco tiene un final, porque es una plegaria a la espera de algo que ya sucede.

Bartolomé Esteban Murillo. (ca. 1669). San Francisco abrazando a Cristo en la cruz.


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