Otros dos poemas

Odilon Redon. (1892). Le liseur.

Quiéreme ausente

Usted dice "piedra"
como queriendo
decirme.
Dice decirme en un abrazo,
"distancia"
como queriéndome cerca,
como una piedra
en su zapato:

no hay peor destino para una piedra
que acabar en un zapato;

todo lleno de talco,
sudor,
atiborrado de usted
y sus pasos, su camino
que me cansa,
me agita encerrado,
me tutea
hostigante
haciéndome piedra
por cada vez que me dice.

Cada tres pasos una yaga,
y me dice "piedra".
Usted se sacude,
y me deja de decir.

Termino lejos
donde estoy,
en el suelo, con tierra,
entre el pasto,
flores, una iguana
que come flores
y me tropieza
áspera, y
me mira
sin decirme,
queriéndome allí,
a un lado,
donde estoy
en el suelo.

Ni los muertos, ni la noche
ni el color negro.
Tampoco trasnocharse
hasta las dos, hasta las tres,
hasta las cuatro de la mañana
en una cuenta progresiva
que no lleva a ningún lado.

Ni el dolor, ni las heridas
que sanan.
La sangre ajena,
qué fastidio el llanto del amigo
que se dice amigo
y me dice que llore,
que le debo algo a la noche.

Algo.
Siguen letras tristes,
se escriben en una lápida,
se despiden antes de saludar:
un dolor grosero
y exagerado que no.
Un color gris con flema,
un abrirse esas heridas
queriendo no encontrar nada.

Es que el silencio es del color de las nubes
cuando hace sol,
el silencio es amigo de los pájaros,
no del llanto con mocos
ni del ridículo color negro.

Un empalagarse de ira
esperando algo
que no será, que no.
El silencio afirma "sí"
al inicio,
y la muerte, la muerte
se llena de moho,
los mocos y sus bacterias,
la letra y el punto seguido.
No hay nada que no afirme
al silencio que sususrra el después.
Hay un algo muy sencillo
en deberle a la noche:
decir sí
en lugar de otra cosa.

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