Todo en orden en la vida de una ejecutiva

"[...] el acto humano no tiene plenitud. Lo imposible que nos seduce, nos repele; lo posible que nos espera, nos hastía. La condición del hombre es el fracaso"

Nicolás Gómez Dávila.

"[...] puesto que no cabe más que orientarnos al bien y, al hacerlo, determinar nuestro sitio en relación a ello y, por consiguiente, determinar la dirección de nuestras vidas, inevitablemente hemos de entender nuestras vidas en forma de narrativa"

Charles Taylor.

Las manos juntan los papeles en una resma no tan gruesa para graparlos. La impresora expulsa más de estos papeles para organizarlos en otra resma igual. La impresora es como muchas otras, ruidosa, aparatosa, a veces se traba, pero cuando no se traba es una maravilla. Sobre la falda larga el bolso y en el bolso la agenda. Un par de reuniones a partir de las 9:00 a.m., y la secretaria lleva los apuntes. Toca exponer el informe de lo acontecido en los últimos tres meses, pasarles a hombres encorbatados copias de la resma grapada. En tres meses todo ha ido muy bien, unas cuantas felicitaciones, y una tarea nueva: proyectar qué pasará de acá a fin de año con la compañía.

Al almuerzo una ensalada de pollo, una limonada sin azúcar, una botella de agua, todo muy fresco. Y en el baño algo de maquillaje, pero no tanto. No hay que verse como una galleta. Es mejor dar una imagen recatada, que en esta empresa abundan los payasos y toca ponerlos en orden, y decirles que así no, que si usted no puede yo lo hago, pero que procure hacer algo si quiere conservar el puesto. Que no basta con tener carita bonita ni ser sabionda, que así no se llega lejos. Luego, un café negro para dejar que los dedos hagan sus cosas en el teclado de la computadora. Que un correo, que mire bien el archivo anterior o es que no entiende, ¿no le da pena?, que mire la nube, que la nube, que las nubes que se ven en lo alto de la oficina. El edificio está más cerca del cielo que de otra cosa; capaz y por eso trabajar da miedo o incomoda a estos payasos, pero hay excepciones –y menos mal que las hay–.

A las 6:00 p.m. una hilera de hormiguitas saliendo de este armatroste a la ciudad. Los rostros afligidos, las quejas, el humo del cigarrillo en las escaleras de la entrada. La tos hacia la parada de los buses, algunos lloran en silencio y otros lo hacen hacia dentro. Eso es divertido, verlos. Por eso es divertido esperar el bus aun cuando el dinero permita una opción más cómoda para ejecutivos encorbatados o de faldas largas. Ya la silla de la oficina es cómoda y la vista también, es bueno empaparse del dolor ajeno e imaginarse leyendo uno de esos correos agresivos. Es bueno tomar el transporte e ir de pie en el acordeón que une un vagón del bus con el otro, y recrear el ojo con el tipito de en frente, más aún que ahora sí existe la libertad de hacerlo sin culpa. Verlo cansado, pobrecito. De seguro ese es uno de los que le reclaman su existencia por correo, y recibe gritos de su jefe y tiene que callarse porque le toca y le toca volver a empezar todo lo que ha hecho en un mes. Todo muy delicioso, y sus ojeras como ojos moreteados, como si al ver el edificio donde trabaja tuviera que inclinarse. Verdaderamente delicioso.

Y la casa no es una casa como en la infancia, sino un apartamento que parece otra oficina con su ventanal de suelo a techo, y el gato que duerme. Una cama doble, más tarde hay que tenderla. En la nevera un par de tomates y un yogur, más tarde toca pedir un domicilio y mañana ir de compras aprovechando la quincena. Sí, todo en orden, el trabajo, la impresora, el hombre que estaba al frente en el bus. Todo en orden, el trabajo y el apartamento y el morbo que da el hombre triste del bus como para imaginar ser él. Pero la falda vibra y es el teléfono, pero no es el teléfono, sino que es mamá. ¿Es que no entiende que hay mucho por hacer? Y ya no es mamá, sino una jeringonza para ponerla en altavoz y adivinar qué quiere después de tanto.

―Sandra, oiga, conteste, hace más de cuatro meses que no me habla. ¿Está bien? ¿Qué ha hecho?

―Acabo de llegar del trabajo, no hay ninguna novedad.

―Pero dígame que soy su madre y no sé nada de usted desde hace más de siete meses. No contesta. Yo sé que usted trabaja, pero saque un poquito de tiempo para la familia, ya ni siquiera nos visita. Su tía Sofía falleció hace dos semanas y usted ni enterada, ¿no le da pena? Vivimos a menos de dos horas, sea considerada.

Y no, no da pena.

―Lo siento por la tía, pero es que estaba muy ocupada preparando los informes de los últimos tres meses de ventas de la empresa. Hoy los expuse. Ahora debo pensar en un plan de acción para lo que resta del año y presentarlo en dos semanas. Usted sabe, mamá, que me toca lidiar con gente que no hace mucho o no sabe hacerlo. Resulta difícil tener tiempo para todo, pero lo que hago lo hago bien.

―Me imagino que le pagarán un muy buen sueldo como para que ni siquiera se digne a saber de mí o del resto de la familia. Peor aún, que ni siquiera yo pueda saber qué ha hecho. Es muy feo, Sandrita. Me alegra el éxito que tiene, pero desde que trabaja allá no sé nada de usted.

―Entiendo, mamá, pero pues acá está hablando conmigo.

―¿Ya cenó?

―No. Más tarde pido un domicilio.

―¿Cómo así? Javier es un hombre muy atento, las veces que los visité siempre veía que él la recibía con un plato en la mesa al llegar del trabajo, él sale más temprano de trabajar que usted.

―Sí, mamá, pero es que ya Javier no vive conmigo desde hace tres meses.

―Sandra, no me diga eso. La boda es ahorita en diciembre. ¿Qué pasó con ese muchacho? Usted nunca levanta novio, y ahora que lo tenía y eran prometidos, lo deja. ¿Qué le pasa?

―Mamá, nada. Llevábamos juntos desde que me gradué, pero la convivencia bajo un mismo techo hizo que todo fuera pesado.

Es que Javier era muy ingenuo. Él pensó que debajo de las faldas solo había una vagina y al fondo del pecho un corazón. Ese amor todo cursi, ese sexo todo llano. Era tierno, cocinaba rico, sonreía. Pero tras la falda había un deseo y en pecho una impresora que no es una maravilla porque siempre se traba –y menos mal que se traba–.

―Sandra, ¿pero discutieron?, ¿él me le hizo daño?

―No. ¿Se acuerda cuando yo era pequeña que teníamos un hámster en casa? No recuerdo el nombre del animal, era naranja con blanco.

―Ay, Sandra, eso fue horrible. ¿Qué tiene que ver?

―Sí, es que es eso, mamá. Me acuerdo de que me gustaba mucho el animalito, era muy ingenuo, era tierno. Lo quería mucho, pero no recuerdo si cuando lo maté fue por error o intencionalmente. Igual, siempre me pregunté qué habrá sentido el animal.

―Usted sí es rara. ¿Qué tiene que ver esto con Javier?

Ay, es que, si no fuera el apartamento sino la casa de la infancia, el hámster se llamaría Javier. Pero sería mejor si se llamara Sandra. Y estuviera frágil entre las manos del resto, como una delgada resma de hojas a punto de ser grapada, como una secretaria que carga con el peso de lo que hizo mal, y no una ejecutiva perfecta de corazón trabado. Las ojeras del hombre del bus eran deliciosas, Javier nunca tuvo la disposición de hacer ojeras o reventar un hámster. Javier solo tenía una boca para dar besos. Todo cursi, todo llano. ¿Qué sentirán las hojas cuando se grapan? Debe ser bueno. Javier siempre decía “mi amor, hice esto”, “cariño, vamos a tal parte”, pero es que había mucho trabajo, él entendía. Pero no entendía que el apartamento era otra oficina, no entendía que el carácter se deshace en la intimidad y a veces es bueno recibir esos reclamos y que los mejores abrazos son aquellos que quiebran costillas y recuerdan el lugar de cada uno en el mundo, sumisa ante el mundo. La fantasía de sus dientes como grapas entre los senos, y las piernas endebles sobre su cuerpo que nunca se pudo porque Javier tenía miedo. Él no entendía que en la intimidad había trabajo y que él era el jefe. Le quedó grande saber que tenía un hámster escondido en una falda y dispuesto para él. Lo triste es que el hámster en realidad se llamaba Javier.

―No, mamá. Solo me acordé de eso. No logramos conectar en muchas cosas. Papá decía que yo era muy brava y él un mariquita. No sé si le gustan los hombres, pero siempre me miraba con una carita cada que me veía. Me gustaba, pero yo ya veo esas caras en el trabajo. Yo quiero algo diferente, con él todo siempre era lo mismo que en todas partes.

―¿Qué sabe de él? ¿A dónde fue? ¿En verdad no tiene remedio?

Si mamá supiera que entregarse cuesta cuando todos se entregan a una. A una le entregan las gráficas de cada departamento para organizarlas en el informe. Todos ponen la cara por sus irresponsabilidades. ¿Dónde se pone un rostro si no hay una mano fuerte que lo sostenga con violencia? Una bofetada hace falta, estar en el suelo hace falta, llorar hacia dentro hace falta. Ser el motivo de todo eso no es divertido si uno no tiene el derecho de también ser toda esa desgracia. Javier veía una mujer coherente, fuerte, que se impone desde su oficina y resuelve cada problema y no tiene miedo de poner al resto en su lugar si es necesario. Pero cuál es el lugar de una mujer que ubica a todos, no se trata de una simple oficina. Un lugar para estar con otro siempre será necesario, pero por qué nadie tiene la responsabilidad de ubicar a una mujer que ubica a todos. Quizá por eso hacía falta contestar una llamada de mamá con todas sus reclamaciones y que pregunte “¿no le da pena?” y sentirse al fin así, con un lugar como en casa. Y verse tonta por no haber llegado a un acuerdo con Javier. Al igual que con todo, tocó imponerse aun cuando todo eran súplicas y caprichos de una niñita tonta con hambre de una autoridad que la desafiara. Ni los besos se volvieron golpes o mordiscos, y el sexo nunca fue una pelea en la que Javier siempre ganara. Fue él quien terminó regañado y con heridas en la ceja por las esquirlas de un plato de cerámica. Por estar fuera de lugar, por no saber con quién realmente interactuaba, Javier recibió lo que nunca brindó cuando se le pedía. Es triste. Igual ahora hay que entregar una proyección de acá a fin de año, en esa proyección ya es un hecho que no habrá boda. Eso no saldrá en el informe que leerán los hombrecitos encorbatados.

―No mucho, mamá. Solo que Javier era como ese hámster, por mucho que me gustara, al final solo era un animalito inocente. Tal vez necesitábamos este tiempo juntos para darnos cuenta de que no iba a funcionar. Yo llegaba cansada del trabajo, pero quería que él estuviera para mí. Él esperaba que yo estuviera para él, fue difícil que se pusiera en mis zapatos.

―Ay, mija, usted siempre sale con unas cosas. Al final, por muy buena que sea en el trabajo, se me va a quedar solterona y sin hijos. ¿Qué espera usted de la vida? Coja juicio.

―Pues nada, ya he esperado una respuesta y siempre es lo mismo: un trabajo estable y ahora este apartamento. Usted sabe, mamá, que es difícil encontrar pareja y más ahora con mi edad. Y por niños no me preocupo, ya hay muchos en el trabajo a los que toca enseñarles a ser funcionales. Javier era otro niño también.

―Usted también es una niña a su modo, Sandra. Madure, que así no funcionan las cosas. Ya con su edad nadie va a corregirla, asuma las consecuencias.

―No me interesa. Ya con que usted piense que puede corregirme gritándome en una llamada es suficiente. Hablamos en otro momento que voy a pedir algo para la cena, y ya es tarde, y mañana me levanto temprano.

―Cuídese.

Y llega el domiciliario a la portería. Un sándwich de carne desmechada con queso y una gaseosa de dieta. Caminar de nuevo al ascensor con la bolsa de papel en la mano. Arriba, muy cerca al cielo, pero de noche. Nuevamente al apartamento, como si fuera un deber el estar siempre arriba. Desde arriba se ve dónde están todos. Javier nunca quiso estar arriba y ver un cuerpo desnudo a su merced en el suelo. Javier cayó al piso cuando el plato le golpeó la cara. Ese era su lugar. Si mañana la secretaria no resuelve tinta para la impresora tocará hablarle fuerte. Javier ya no está y nunca quiso hacerlo, y mamá vive muy lejos y sabe que a una mujer adulta ya no se le pueden pellizcar las mejillas, y gritarle por haber hecho de un hámster una bolita de carne con sangre que se escurre entre las manos. A lo sumo puede llamarla por teléfono. Siempre estará, sin embargo, la imaginación que permita hacer de sí misma una resma de hojas, un hámster, una hija estúpida.

Una mujer adulta debe asumir la pérdida de su pareja por querer cumplir sus fantasías de niña. Una niñita obediente que se impuso para hacer caso y ni así lo logró. Siempre estará, sin embargo, la imaginación y un poquito de esperanza. Que ver a todos de rodillas es tentador, ¿por qué no ser ellos? Ojalá ser Javier y su ceja rota, o mamá triste porque su hija desaparece, o la remaquillada de la secretaria que anda apurada entre todas las órdenes y los correos. Hace falta más heridas además de herir. Lástima que ninguno está dispuesto a hacerlas. Pero hay excepciones –y menos mal que las hay–, porque de lo contrario Javier no se hubiera ido con su ceja vuelta nada o aquel hombre del acordeón del bus no se vería tan atractivo con su cara de cansancio. Mañana las manos volverán a juntar papeles en una resma no tan gruesa para graparlos, pero con el deseo de siempre de ser la resma y no las manos que la sostienen.

Alina Bliumis. (2020). 43% of adults worldwide reported feeling powerless.


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