Nunca más hizo calor en Barranquilla

Para Vanessa, mi hermana.

Es como lo que decía mi abuela, que allá por 2022 en diciembre no llegaron las brisas, junio era un solo aguacero y el verano podía aparecer atravesado en un septiembre. Antes de llover, decía, las nubes se acumulaban en forma de cuenco al revés que frenaba el poquito viento que pasaba y, sumado a la humedad, se sentía como si la piel de cada uno se cociera a baño maría. Y después de la lluvia no quedaba ni una nube y en el cielo barranquillero solo había una pepa de fuego tostando las nucas de la gente, pobrecitos los que se vestían de negro. Cuando yo era una niñita apenas terminaban de construir el domo, prácticamente lo recuerdo de toda la vida. Ahora es como si fuera a vivir una vida que no recuerdo porque en verdad nunca la viví. Si acaso mi abuelita, que fue una de las tantas que sobrevivió al calor y llegó a vieja con la modernización de la ciudad. Hoy de nada sirvió modernizarla y el proyecto del domo fue un timo de casi un siglo.

―Osquítar, abróchate el cinturón, vamos lento, pero puede ser peligroso, mantén esa calma que tienes, ¿sí?

Qué va a entender Osquítar de lo que pasa, si es un pelaíto como yo cuando apenas hacían el domo. Está calmado porque no sabe qué está pasando. Él nunca había sentido su piel escurriendo. Yo tampoco, era muy niña cuando hicieron el domo.

―Mami, no sabía que los cuerpos lloran.

―Sí, Osquítar, yo tampoco, pero la abuela sabe de eso. ¿Verdad, mamá?

Esta ahora quiere que yo le explique al niño lo que está pasando, no fue suficiente con criarla y enseñarle el mundo y ahora tengo que ocuparme del muchachito ese. Dios mío, los trancones eran historias de mi abuela que contaba que la Circunvalar era horrible en la mañana y en la tarde. Es mediodía, es mediodía y se siente el vaho de los cuerpos llorando. Huele agrio, Maritza huele mal y parece que yo también.

Informan que en la Vía 40 se accidentó un vehículo con otro y esto ha bloqueado completamente el tránsito. Desde hace 100 años no se registraba un accidente. La gente está desesperada intentando salir de la ciudad. Unos se han arrojado al cauce del río que atraviesa el domo; otros, desesperados, se han […].

―Maritza, apaga esa vaina. El niño no tiene por qué saber de eso.

―Mamá, es que yo tampoco entiendo qué está pasando.

―¿No lo ves? Desde hace una semana que el aire del domo no sirve. Esta ciudad nunca nos perteneció a nosotros. Siempre fue de los más grandes y ahora que no pueden servirse de nosotros porque no hay dinero, nos han desprotegido. Tienen hambre y por eso cocinan nuestros cuerpos.

―Tengo miedo. ¿Qué será de nosotros? Esta mierda no avanza. Hace poco llamó mi hermano diciéndome que vio el cielo por primera vez, que sí es real.

―Yo recuerdo el cielo, era muy niña, tenía la edad de Óscar. Hoy nos están quitando la vida, pero desde hace más de cien años que nos han robado las experiencias.

Mi abuelita decía que el calor empezó a matar gente a partir de 2040. En los últimos Carnavales que se festejaron antes del domo murió un tercio de la población de la ciudad. Decía la abuela que caían ebrios y ahogados al pavimento. Si no morían asfixiados o con el cerebro chamuscado, el totazo contra los andenes se encargaba de ellos. Dizque fiestas. Bajo del domo se celebra en privado porque la música rebota contra los contornos, y el eco ininteligible duele. Eso de los picós ya es leyenda. Bajo el domo el Carnaval es con auriculares. Pero ahora todos gritan y Osquítar no entiende qué pasa. Por eso se modernizaba la ciudad, buses eléctricos de motores silenciosos. No se pudo incursionar en acondicionamiento subterráneo como en Neiva, donde el calor también mataba gente, porque el suelo de acá siempre fue inestable, un barrial bajo la lluvia que se desprendía al secarse con el sol. Por eso se construyó un domo con silencio y sin calor.

―Mamá, nunca había visto tanta lentitud en una autopista. La gente a pie nos está llevando la delantera.

―Yo tampoco, mija, esos eran cuentos que contaba mi abuela. Límpiese la cara que le va a caer de esa joda en los ojos y luego nos estrellamos contra los de enfrente.

―Mami, sube el volumen que están diciendo algo.

Han cerrado las salidas de la Circunvalar, la Cordialidad y la Carrera 46. Piden a la comunidad barranquillera mantener la calma frente al clima. El alcalde ha entrado en negociación con el gremio empresarial de servicios públicos para que la ciudad al menos cuente todavía con agua, internet y electricidad en los hogares.

―Jueputa, no les basta con asarnos acá dentro y ahora nos quieren dejar a oscuras por quién sabe cuánto tiempo. ¿Es que piensan que siquiera vemos el sol fuera de pantallas y clases de historia? Los conductos y ventiladores del domo no se mueven.

―Mamá, cálmate.

―No, Maritza, mira todo esto. La gente está alterada. Los médicos no saben cómo explicar que un cuerpo que llora se transforma en una muerte súbita. Llevamos ya dos días en un vehículo que en menos de cinco minutos nos lleva de un extremo del domo al otro. Solo hemos avanzado un par de kilómetros. Yo ya estoy vieja, pero tú y Osquítar qué. A mí me arrebataron la experiencia, pero a ustedes les están quitando la vida.

―Abuelita, ¿qué hay afuera del domo?

―Está el cielo de seguro, ese del que hablan en clases de historia. Yo lo vi cuando tenía tu edad. Tu tatarabuela decía que en diciembre había algo llamado brisa, pero que dejó de haberlo y esto que sentimos, esta incomodidad, empezó a suceder muy seguido. Le decían “calor”. Pero empezó a ser muy grave e hicieron este domo para protegernos.

―Tengo miedo.

―Cuando hicieron el domo nunca más hizo calor en Barranquilla y las cosas cambiaron a como son hoy. Ahora, bajo el domo, nunca más hará calor en Barranquilla porque no habrá quien lo sienta, y eso será bueno. Dale un abrazo a tu mamá, está nerviosa. Mi abuelita decía que esto del domo era mala idea. Yo tenía tu edad, Osquítar, cuando lo dijo. Hoy le doy la razón. Dame la razón ahora, que no podrás hacerlo más adelante.

Frank Scherschel. (1959). Rodolfo Palacio con su familia en su casa residencial de clase media.


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