Mes de junio

Onchi Koshiro. (1930). Espejo.

Plano de mi hermana en su apartamento

Feliz cumpleaños, Vane.

Es mejor no decirlo porque no sé cómo o por dónde comenzar: si por las monedas en el comedor, debajo de la tele y en los cajones. Cincuenta, cien y doscientos pesos por cincuenta, cien o doscientos en todas partes. No sé si comenzar por los cubiertos: el cuchillo de mesa de mango azul oscuro para esparcir el queso crema en la galleta como cuando solo vivíamos con la abuela en la casa de Álamos. O si empezar por la novedad de nuestros malos hábitos: dormir mucho o no dormir nada, la desconfianza, el tabaco o perder el tiempo sentado en algún lado a la espera de lo que no sucede. Y no sé si comenzar por aquella charla de las personas que han transitado nuestros cuerpos con la marcha de hormigas sedientas. Lo que sé es que su estante de libros empieza por un ejemplar de la Fenomenología del espíritu –una médica que lee a Hegel para descifrar y curar sus contradicciones–. Al libro lo sigue una historia del todo y después unas cuantas Conversaciones con Dios, su estante de libros es un paso por ella hasta llegar a ella: unos libros del funcionamiento del cerebro y de la dopamina, y un manual de minimalismo que ella aplica. Arriba del mueble una cabeza de Buda en la que crece una planta ornamental de papel, de delgado papel para escribir la palabra “papel”, y un cenicero de corazón roto que mira al techo a la espera de lo que no sucede. El sofá gris de dos cojines con el perro que duerme muy juicioso y en la cocina una olleta pequeña que no es para hacer café. Vanessa se extiende por sobre su espacio como si este fuera ella misma. Ya niña, ya joven, ya adulta y doctora e hija, exnovia y hermana con su perro en el sofá y el frío bogotano como si fuera una imagen de lo que pudo haber sido para mí, pero que está siendo al fondo de las persianas del balcón, en su espacio, su rostro, su cuerpo. Se arregla en el espejo, la base, el bloqueador, la crema para peinar, Vanessa escribe para sí la palabra “belleza” que tacha los garabatos de su paso por la universidad. Vanessa me habla, y ahora sé desde cuál cafetería me habla y cuál es el parque en el que contesta mis llamadas. Y sin saberlo, comencé por ella como el otro lado distante de la moneda, el que está de cara al techo siendo algo: ese abrazo al que acudo cuando escucho su voz en el teléfono para no morir por el calor que me ahoga entre el sudor y el llanto de lo mismo. Vanessa es eso, lo diferente, el otro lado, la otra ciudad, la hija y no el hijo. Ella es lo que en la distancia se siente cerca, una lección, un chocolate para no decir café y el silencio al que extraño tanto. Una confrontación adolescente perfectamente calculada que hoy cosecha sus frutos: bolitas verdes de púas gruesas de un pino del parque que me lanza cuando paseamos al perro.


Recibo a Natalia

Escrito modificado sobre un recibo sobre Natalia.

Vamos a la
cancha fea de la
universidad
a mirar nubes
o su
equivalente
en humo.
Cuenta
el recuento de
folios de
recuerdos tuyos:
ríe o canta
con voz gaseosa (graciosa).
"Salsa", dices, bailemos salsa.
Dime el
valor de las cosas, y te
cuento lo que creo del
valor de las cosas,
los recuerdos, las risas.
Total, nos gusta matar
el tiempo.
Total, sentimos mucho.
Capaz me entiendes, yo
creo.
Es que tenemos muchas
formas de pensar,
bailar, sufrir.
"Efectivamente", dices,
y "gracias" con tu entonación graciosa (gaseosa,
casi Pepsi y no Sprite).
Miras el cielo y dices que dice
que en este establecimiento
la vida es sugerida al cliente y que
corresponde un porcentaje del dolor
sentirlo, y si no deseas lo dicho,
hacer caso omiso de lo mismo, y reír
y dar vueltas frente a la ventana del rincón
al lado del bloque de arquitectura
en una tarde, a las cuatro de la tarde,
para cancelar esto tan diferente por
fingir que no duele
y que no
se vive.

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