Antígona de veinte años

“He de morir de cosas así”
Alejandra Pizarnik, fragmento de Vértigos o contemplación de algo que termina.

Arriba el sol, luego el bus, abajo el pavimento.

El sol alumbra los rostros que sonríen, mueve el sudor que cae de los tantos. He visto que bajo el sol se baila, se reúnen los amigos, se aprovecha para hacer las cosas, el trabajo; y en su ausencia todos regresan a casa también en un bus, y abajo el pavimento reflejando el sol. Yo estoy en el bus, con lentes de sol para no ver, no quiero, yo quiero las lágrimas para esta sed. Es que no, lo más triste de estar triste es el calor, el flujo inútil de sangre en los cachetes, una fiebre, la respiración interrumpida, la tos discontinua frente al sol constante igual, siempre igual. Quiero llegar a casa y decirme, es que no tengo a quien decirme porque nadie me dice nada, todos se ocupan del sol y su silencio al que soy ajena.

Quiero llegar a casa y ducharme porque sé que el descenso más hondo no es por tierra. No basta tirarse del mirador de Los nogales o saber qué gentes hay bajo el puente de La cordialidad. No. Lo más hondo es la imagen de agua que se proyecta en las baldosas pandas. Un laguito, un pozo para verme y tocar mi rostro de hija huérfana sin fe, pero veo un joven rizado, el hijo adoptivo y no deseado de una ciudad ausente. No soy más que un cascarón transparente a veces interesante por dentro: una palabra, sangre y tres sonrisas. Un relicto de montaña en el vello del pecho del esternón que palpita y duele. Respiro ahogada, y la humedad, el peso, el clima.

Una mentira insolada: el sol reverbera mis ojos sedientos de sifón de baño en el que deshacerme. El sol alumbra mi memoria hasta achicharrarla. No quería recordar y ahora que necesito no puedo, ¿qué es de ese niño, de esa patria chica, de ese patio viejo junto a la abuela? Nada hay sino el sol arriba y abajo el pavimento. Busco las pestañas para cumplir mi deseo, su cuarto para dormir encerrada en sus ojeras de bolsas gigantes para guardarlo todo. Busco los lentes de sol porque me duele este clima claro que me revela ante los ojos que solo ven hacia la luz que no tengo, porque no soy.

Mi corazón de gargantas abiertas gime las voces de todos los que se fueron. Me asumo solo: muda y sorda ante un mundo ciego de sol. ¿Para qué tanta luz si no puedo verme? Hace falta ese cielito gris, el humo del cigarrillo de la abuela, el fondo profano de la taza de tinto redulce. Me hago falta, habito como si nada, me muevo adonde el bus me lleve, pero adonde sea que vaya está el sol acosándome, exigiéndome la verdad que yo no tengo.

No sé la verdad, pero sé de lo cierto: sé del destino de mi gata en el tejado, su cadáver asoleado lleno de cardos, hojas secas y gusanos. Sé de mi tía muerta en los brazos de la prima tras un derrame cerebral. El cerebro, luz de sol humano, se eleva y la carne ya blanca, ya morada, ya negra. Morada de nuevas luces de la tierra que la reclama, lucecitas que escudriñan las venas, los ojos cerrados y los tuétanos exprimiendo cada gota hasta secarse y hacerse sol. Sé de eso y sé que soy eso, aunque no haya cielito ni humo ni tinto que puedan decirme, porque nadie me dice. Pero lo asumo, me asumo.

Asumo mi memoria de cenicero: ya no soy buena ni virgen, ya no soy ni en alma ni en cuerpo. Si algo espero, es lo que sé, y me bajaré del bus y fingiré bañarme desnuda en el fondo alquitranado del pavimento. Y la luz no afuera ni abajo, sino adentro como ese amor de mentiras que le prometieron a ese niñito cuando ya era grande. Una promesa que hirvió hasta evaporarse y quedé sola y chamuscada en el caldero. Solo en Soledad, sola en la cama del niño grande con la memoria sepultada en sueños tristes de lo que pasó y de lo que pudo haber sido. Sola en Soledad de calles rotas, lentas, de gente bajo el sol con su música tan alta que toca el cielo, música que pasan con cerveza barata y gritos en acento de otro mundo. Es otro mundo en el que vivo, es otra vida que no es vida, es la vida que sé: la de la tía, la de la gata. Un planeta de corazón abierto para nunca más estar roto. El corazón gigante que amó al amado que violó cada ventrículo con el filo de la palabra abriendo una herida tan llena de tantos y tantas que hasta estuve yo, Antígona, transitando las arterias de mediodía para buscarme, pero solo lo encuentro a él.

El corazón que desangra a la madre repatriada en el trabajo, el padre de ceguera indiferente, la abuela de amargo tinto sin cigarrillos, y la hermana Ícaro que quiso volar sin alas al sol mientras llovía, y cayó en la tierra repleta de hongos sobre lo cierto. Y solo lo cierto es revelado sin la luz del sol, en las baldosas, en la cortina sucia del baño, solo en el agua estancada de la ducha puedo verme mientras nadie me ve. Aunque nunca nadie me ha visto ni me han visto llorar, ni he podido llorar porque estoy ya blanca, ya morada, ya negra. Estoy aquí cerca de lo cierto, ya casi me bajaré del bus y me encontraré con él para que tome mi asiento. Me prestará su baño, nos veremos desnudos y no volveremos hasta encontrar el perdón que no tenemos, pero que hemos dado.

Sin amante, sin madre, sin lugar y sin rumbo me iré solo, sin Soledad, al cielito gris que ocultaba el sol que seguirá sin mí, porque fui una mentira que nadie dijo por veinte años. Dicen verdad, pero no asumen lo cierto. Esa promesa del sol amado que nunca desciende y extingue el poquito fuego que tenemos por dentro, que solo crece con el agua de cada baño. El agua ahoga, pero purifica y dota de vida lo que el sol cristaliza al tacto. Un tacto brusco, un beso mal dado, una palabra cristalizada por esa verdad que no desciende, que cortó los ojos haciéndolos cicatrices abiertas de bordes secos que miran al sol, ojos que nunca sanaron e inventaron los párpados para hundirse en un sifón de lágrimas ciertas. Y allí estaré, allí siempre he estado, mirando hacia adentro, hacia Antígona en su tumba, quien me ve en mi cuarto, el espejo, las baldosas. Le digo que venga, que está muy sola y yo estoy en Soledad, le digo el bus y ella viene. No, yo la encuentro, y entiendo que lo cierto se encuentra mientras que la verdad nunca viene.

Ahora ambos sepultados, yo en su tumba, ella en mi cama. Le dije que en el cajón del escritorio crecían flores de semillas blancas que aprisionan el pecho cuando brotan. Toco mi boca y planto dos, tres, nueve, quince: un jardín. Se mira a los ojos que son míos, una pupila de alfiler que penetra en las cosas que no son palabras asoleadas, son gestos arrulladores, un sueño puro y tan cierto que no será necesaria más vida por vivir, porque la herida en los ojos ya está finalmente sanada, y como el corazón, no corre el peligro de volver a romperse.


Nikiforos Lytras. (1865). Antígona frente a Polinices muerto.

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