Difícil decir espera

Para Mana, mi abuela.

    Él no sabe que no sabe que está vivo. Disfruta muy bien sin entender sus manos pequeñas y su risa –en voz alta o en silencio– ante cualquier situación. Mientras él espera sentado, ella prepara algo en la estufa, bate el vapor con sus manos, sirve un pocillo y abre la puerta del patio. El patio es amplio, las esquinas abiertas parecen que dijeran prolongadamente la letra "a"; esto a él le da risa, pero en silencio. Arriba hay un techo transparente, aunque borroso, y él no sabe que no sabe lo que está encima de él, más allá de su cabello bien peinado por las manos de ella.

    Ella arrastra una silla de madera, él se sienta en un banquito o en un balde –da lo mismo precisar exactamente en qué, solo es algo que a él le suena con "b" y no con "a" de esquina–. Ella dice algo sobre la silla, es difícil saber qué es lo que dice, porque él solo escucha un murmullo parecido a una risa extraña y no tan divertida. Se puede identificar superficialmente que ella le habla con carácter y dulzura, él entiende esto. En su risita de niño revolotean algunas palabras de lo que ella habla: "Tumaco", "más de treinta años", "su mamá cuando era pequeña", "su hermana algo", "usted algo", "algo". Algo más queda en él que no es la risa.

    Tras decirle un par de cosas, ella enciende un cigarrillo, toma su pocillo y mece una pierna sobre la otra. Ella mira las plantas que cuelgan de una pared como si estuviera esperando algo. Él deja de prestarle atención, mira el humo subir y golpearse con el techo: sube denso, se golpea y se desenhebra por el patio hasta disolverse entre paredes, cuerdas y macetas. Su cabecita risueña sigue maquinando una idea que no puede decirla, aunque la piensa: sube denso, oculta un fragmento del lugar; y cuando ya no puede seguir ocultándolo, sube y devela la totalidad del patio, a ella y también a él mismo. Él se siente muy allí con ella, él se siente muy fragmento, muy feliz, inquieto, pero no sabe que no sabe cómo decirlo.

    El techo sigue opaco y transparente. La distracción del niño se interrumpe: ella canta algo muy lejano para él, como si esa canción no le perteneciera a nadie más sino a ella. Ella y su voz están con él, él también se encuentra en esa canción en el patio. Sin tararearla, él se apropia de algunas palabras y melodías: "tres, cuatro, ocho", "ascensor", "vitrola que llora". Él ríe pensando que esa canción debe tener algo más que la canción que lo remite a ella, a su silla hace más de treinta años, más allá de cuando mamá estaba pequeña; todo esto antes del patio, en el patio, con ella.

    Él sigue divagando y sus manos se encuentran con la oreja del pocillo.

    —¿Qué es esto?

    —Soy yo—, le responde ella.

    Él se toca sus propias manos que no le dicen nada. Al tocar las de ella, el niño percibe la distancia entre él y ella como lo que ha aprendido entre una letra minúscula y una mayúscula. "Ella mayúscula canta sentada en la silla, dice cosas de hace más de treinta años, dice palabras difíciles como vitrola, como Tumaco". El niño se siente inmensamente minúsculo, le sigue a ella, a su lado, como si continuara una oración que se eleva al techo, que se extiende en las esquinas o en su banquito con "b" también minúscula. Acerca su banquito a la silla, el niño quiere formar la palabra y esperar con ella. Estando cerca, al no sentir el pocillo muy caliente, él toma un sorbito. Amargo, luego muy dulce, luego el techo cobra forma ondulada y translúcida. La textura gris del humo dentro del patio atraviesa el tejado y se extiende gris con el cielo nublado. La textura de sus manos contrasta con ella, que dice las cosas, que se sienta en la silla, que sí espera algo. Él se ríe, hace una mueca, el sabor sigue en su boca.

    —¿Vio?—, le pregunta ella con tono irónico.

    —Sí, pero no me gusta—, dice él entre risa y mala cara.

    Ella le dice que es tinto, que no es bueno tomar eso tan chiquito. "Chiquito", tres golpes de humo en el techo, "chi-qui-to": él se ve desenhebrado. Él bajo el techo, con ella que toma tinto, los dos bajo el cielo. Tras pensar esto, él le señala el techo y se sonríe con ella:

    —Allá arriba está Dios.

    —¿Y yo?—, dice el niño con asombro.

    —Usted está acá, en el patio. Más tarde salimos a comprar unos hilos.

    "Acá, Dios, patio, canciones", el niño no sabe cómo expresar su descubrimiento, pero ella sabe que lo ha descubierto. El niño se escribe con ella, y se escribe a él mismo, en un pocillo, en cuatro letras "a" que organizan un espacio en el que Dios aún no está presente. Dios está en dirección al humo, más allá de unos pelitos bien peinados, hace mucho más de treinta años, residiendo en una palabra que no es "Tumaco". El niño está orientado en lo disperso, respira por la nariz, se da cuenta de que el aire que exhala apunta hacia abajo: "arriba Dios, mi aire abajo". Está muy feliz, sabe que algo va a pasar y tiene que esperar junto a su abuela, quien tiene tanta claridad sobre estos asuntos. Por lo pronto, el niño descansa en su balde.

    Ella da un último sorbo, pero nada ha sucedido. En un primer afán el niño se alarmaría en cosas que no puede ni decir. Sin embargo, él lo descubrió, sabe que puede decir la espera en su vida, aun minúscula y tan lejos de un punto final, un tachón o una esquina rota. Calmadamente, la toma de su mano –hacen palabra–, van los dos juntos a comprar hilos. Él está atento a un par de cosas de acá, acá no solo es el patio. Ella le dice que así es bonito, que con eso le arreglará el botón de una camisa del uniforme del colegio, que tiene que verse bien, que uno nunca sabe. Y es así, uno nunca sabe, y eso está bien saberlo desde chiquito.

Ary Scheffer. (1846). San Agustín y santa Mónica.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Milcíades, el presocrático

Otros dos poemas