Madre piensa

And I am blue, 
I am blue, and unwell.
Made me bolt like a horse”.

Joanna Newsom, Fragmento de Peach, plum, pear.

Todos los días, como siempre, se levanta a las 6:30 a.m. Todos los días recibe el desayuno, bebe una taza de tinto y se cepilla los dientes, y vuelve a tomarse otra taza de tinto. Baja las escaleras. En el garaje mira el carro gris que compró hace un tiempo. Era una muestra de empoderamiento, de verse algo más independiente y decir “no, no me recojan, yo conduzco”. Ahora es el pasaporte para estar todo el día atendiendo menesteres del trabajo. En ese carro, hace mucho tiempo, pero no más de dos años, iba de la empresa a los muelles, de los muelles a los silos y almacenes, y luego volvía a la empresa. Era así todo el día, todos los días hasta muy de noche, a tal punto que no podía dormir pensando en levantarse. Todos esos paseos de un lado a otro se subsanaban con un bono de gasolina que le daba su jefe. “Es que la gasolina está muy cara”, piensa, “es que la gasolina está muy cara”, dice en la mesa excusándose, dando razones para justificar las travesías que sus trabajos le exigen. Ahora ya no va a muelles ni almacenes llenos de trigo y afrecho. Ahora piensa que está mejor en este trabajo y “estoy mejor”, dice, y se sube al carro.

Se dirige hacia el sur, a treinta o veinticinco minutos de casa. El paisaje suburbano se disuelve entre el bosque seco tropical, las calles se ensanchan en autopistas y del suelo brotan torres altísimas que conducen la electricidad de los paneles solares hacia alguna parte. La altura de las torres es más imponente que la de los silos de trigo, la electricidad no se comporta como la madera y la pintura en la ebanistería. “Y nada de lo que hago se parece a lo que he estudiado, ni el trigo ni la electricidad ni la madera”. Y sigue: “un pregrado en ingeniería metalúrgica, otro en derecho, una especialización en calidad empresarial, una maestría en administración de empresas, pero una casa, dos hijos extraños, una madre injusta, un marido que no amo, dos perros, un millón de gatos, tres tazas de tinto. Sí, es que sí, es que me toca trabajar y poner sellos en columnas de resmas de hojas tamaño carta que dicen algo de un tracker”. Parquea el carro, llega al trabajo y sonríe y habla con gente que no habla de nada, son otros ingenieritos de otros menesteres ajenos a la electricidad que están allí aguantando juntos el sol de mediodía en aquel gran lote de torres gigantescas y sueños que ahora son mentiras. Y mira el sol, lejos, como la infancia, como los noviecitos de la adolescencia, como cuando podía tener la certeza sobre la vida que no tiene con sus hijos que siempre ocultan algo, algo terrible. Recuerda comprar botones y cigarrillos para mamá y ser regañada que porque ese no era el color de los botones y porque bien le había quedado claro que los cigarrillos debían ser Mustang y no cualquier cosa.

Recuerda y piensa en un ingenierito del trabajo que se escapa de su esposa porque no la soporta, y dice que lo jode mucho. “Mi mamá fumaba al mediodía, papá se iba a otras ciudades cuando estaba estresado”, y piensa, “mi esposo saca una cerveza al mediodía después de cobrar arriendos; y estoy segura de que mi hijo hace algo terrible al mediodía, él no soporta el calor”. Y concluye: “yo trabajo y recuerdo al mediodía, porque no quiero tomar toda mi hora de almuerzo”. Deja el arroz y el guiso en una esquina de la vasija de vidrio con tapita de plástico que su marido le compró con mucho cariño. Le duele el estómago al verla y comer lo que sea que contenga. Se excusa en lo que le dice el médico sobre algo de su colon y con eso se escapa de cualquier reclamo inocente que le hagan en casa.

A las 6:00 p.m. sale de la oficina. El resto se fue hace una hora, pero ella ve al sol que se oculta, como su infancia y los noviecitos de la adolescencia. Se oculta como los secretos de sus hijos. El sol iracundo de mamá cuando su hijita se casó con ese hombre que no, como si hubiera elegido mal los botones o la marca de cigarrillos. El calor insoportable de ahora, que es el mismo de ayer, el de toda una vida que se reitera y que se vuelve algo ligera con la pesadumbre del trabajo. Y piensa, y descubre: “la madera no es madera, ni el trigo es trigo, ni los trackers son trackers. No son nada y yo soy eso, soy acá, y fui en los silos y en las cabinas de pintura de ebanistería. No soy madre ni esposa ni hija, yo me callo, solo pienso y miro al sol que será el mismo, mi madre es la misma y ahora es mi hijo”. Sube a su auto gris, echa algo de ambientador, y emprende el regreso a casa. Al llegar saluda a todos con un beso que no es ella, pero que también le cuesta mucho trabajo brindarlo, y solo piensa.

Edward Hopper. (1952). Sol de la mañana.


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