Borde: umbral de desamor
Escribo esto pensando en N.,
ahora que no está a mi lado.
"Mi cuerpo desnudo
se ajusta a la noche
entre sábanas
sueños repetitivos
que no adivinan nada.
Solo tu rostro
aparece a mi lado cada mañana"
Mónica Gontóvnik. Fragmento de Netilat.
Al borde. Al frente está el
lavamanos de azul opaco, arriba un espejo. Una mano sostiene fuerte el cepillo
de dientes, la otra busca el filo del rostro, justo donde empieza la barbilla. Al
borde: justo entre el lavamanos y la entrada del baño diagonal al dormitorio.
Allá también hay un espejo en el tocador, que son dos en el escritorio, y que
son tres arriba del espaldar de la cama, y todos repiten lo mismo: lo uno donde
antes fueron dos, porque otro resbaló con el borde. Es como golpearse de frente
contra el lavamanos y que la sangre que sale no es cualquier mezcla de encías y
crema dental. Es peor, porque es lo único que hay: uno, sangre de uno. Dos
fueron y ya no, y dos no se sabe si serán. Uno en el borde que espera para
hacer algo. Uno y tres espejos, cuatro con el del baño en la madrugada, tras un
sueño que no es, porque eran dos juntos que buscaban el filo del rostro del
otro como topos ciegos bajo tierra profanamente oscura descifrando un alimento.
En el dormitorio. Era un sueño puro
y parecido a lo cierto. Era nuevo, era de nuevo como antes del borde, como
cuando bastaba el uno con el otro sin espejos repitiéndose. Era la diferencia
de cuatro manos enredadas que brindaban la novedad de un amor de calles poco
transitadas con un helado, del vértigo de uno de recibir el pollo crudo en el
plato que ofrece el otro, y la inocencia de la primera vez en la que el
encuentro con el otro es el encuentro consigo. En cambio, el espejo, como la
barbilla, tiene un filo y corta: se asoma la reiteración de una imagen sobre lo
uno, sobre lo mismo que confirma la soledad del borde. Una soledad del tamaño
de la intimidad del baño. Una soledad patente que no es encuentro consigo, es directamente
ensimismamiento desnudo y masturbatorio, solipsismo opiómano que solo se sacia
con la memoria del otro que resbaló; y, cuando esta deja de satisfacerlo, se
aumenta la dosis y deviene en sueño, un sueño puro y parecido a lo cierto.
Más allá del borde: el lavamanos. En
el sifón se drena el jabón, el agua, la crema dental ya más rosa que blanca, y
la sangre. En el sifón hay cucarachas, restos de comida, allí terminaron los
huesitos del pollo crudo de la primera cita. Allí está el otro, tan lejos como
una palabra impronunciable en un idioma que no existe, el de dos labios de dos
jovencitos coquetos que decían que eran de verdad: uno y otro, e intercambiaban
la palabra de boca a boca en lugar de decir “cuerpo”, porque para dos cuerpos
juntos no había palabra suficiente. En el sifón se mezcla el otro y las
cucarachas y la sangre de uno, nada tiene forma ni sentido, no existe la
cadencia del sueño puro ni de lo que fue. Al sifón se sabe que le sigue la
cañería, pero uno todavía no está allí regado. Uno recuerda el sueño con el
otro en el dormitorio, pero uno vio mucho antes al otro desparramarse en el
lavamanos diciendo su maldita palabra: un rotundo no que extinguió todo fonema
de aquel idioma que no existe, y del que solo queda un hablante: uno, que lo
habla a solas para recordar, para soñar esa patria que alguna vez habitaron
juntos dos jovencitos coquetos. Es hablar solo con el sifón, gritar tras
lavarse los dientes a las hendijas del sifón y nadie responde, si acaso una
burbuja de una cucaracha ahogándose, pero nada que ver con la voz del otro. Uno
solo está muy solo en el borde entre el lavamanos y el dormitorio: en todas
partes un espejo.
Uno no quiere dormir, está mal y uno
quiere sangrar con el otro. Uno quiere volver al sueño y esperar encontrarse
desangrado con el otro en lo más hondo del lavamanos, tras el borde. Pero todo
son fantasías. Queda el odio, el miedo, y el espejo. Uno no es más que uno
frente al espejo. El pecho blanco, el vello en las piernas, las gafas con tres
millones de aumento y una voz fastidiosa que repite de memoria lo que lee. Uno
es eso, los huesitos de pollo que quedaron, porque uno quedó en el borde que
era el plato. Uno ya fue degustado entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Es estar entre la nada y la nada siendo lo poquito que uno es. No sirve de nada
decirle al otro “te odio”, porque será en una lengua que no existe y que ya
nadie escucha ni habla. Es el espejo el que le repite a uno “te odio”, y te
odio mucho, una, dos, tres y cuatro veces en el baño de madrugada. Uno que fue
un idiota que vendió su lengua a la primera boca que pronunció aquel nombre que
empieza con “E”, pero que termina con la “o” de “no”, de “no te quiero”, con la
misma “N” que empieza el otro. Es saber despierto que todo sueño tiene su
final. El después del borde y querer morirse y no poder.
Al borde. Sí, al borde uno es uno con uno mismo, lo mismo cuatro veces iguales, antes y después. Y nada será igual porque ya fue. Una espiral que se repite, los mismos sueños con el otro, y los encuentros con las cucarachas que se asoman con el sifón sedientas de sangre y de las encías de uno. No vale el odio, porque no se puede decir, no vale el amor porque ya fue, nada vale: es la vida de uno agotándose en el borde, a la espera de alguien que no llega, la burla monótona del espejo y un después que no sucede. El borde es el umbral de eso que fue y de lo que ya no será. Por lo pronto, uno se lava los dientes, es la fisiología de la resignación. Y nada ni nadie pasa, uno está al borde, en diagonal el dormitorio y al frente el lavamanos: y eso es todo.
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