Pantoja

  Verás que todo es mentira, 
verás que nada es amor

Enrique Santos Discépolo. (1930). Yira, Yira.


    Al mediodía Pantoja salió de una ferretería. La luz del sol tocaba con recelo su rostro apagado. Pantoja guardó en el bolsillo de su bermuda su compra: una cajita amarilla de "Racumín", el mejor de los raticidas. Su mujer por la madrugada le había reclamado que la mortadela para el desayuno estaba con marcas pequeñas de dientes; seguramente por ratas que venían del caño cercano a su hogar. Después de guardar el veneno, subió a su motocarro y tomó rumbo a casa.

    Pantoja despertó, como es habitual, a las 4:00 a. m. La cuna de su hijo estaba al otro extremo de la habitación. El bebé llevaba ya unas semanas enfermo de erupciones en la piel que lo hacían llorar. La mujer de Pantoja, malhumorada por el ruido del niño, le pidió que fuera a la cuna y lo atendiera, y que preparara y sirviera el tinto para el desayuno, y que le llevara a ella unos cigarrillos. Pantoja tomó al bebé con cuidado, él sabe que ese niño no es su hijo, pero lo quiere mucho; es el único que no lo molesta ni lo maltrata, quizá por su condición de bebé totalmente desatendido del lenguaje y del significado de expresiones como: "marica", "cachón", "hijueputa" o "careverga", términos que siempre eran referidos a Pantoja. Él se entretuvo con el niño, y el tinto se regó en el fogón.

―No sirves ni para hervir el tinto. Ahora tengo que limpiar tu mierdero.

    Pantoja ignoró a Kelly, le dio una cajetilla de cigarrillos y sirvió dos tazas de tinto. Mientras ella preparaba el desayuno, él miraba el patio desde el comedor y pensaba: "veinte años y tengo un hogar, y sigo viviendo en el mismo barrio; soportando a una mujer que no me quiere y me es infiel, conviviendo con amigos que no me respetan. Veinte años cargando con un nombre corriente que oculto presentándome con mi apellido. Tanto tiempo intentando salir adelante, pero todo permanece igual". La mujer de Pantoja le echa el humo del cigarrillo en la cara y él deja de pensar.

―Ey, compra hoy un veneno para ratas, mira eso: la mortadela está vuelta nada.

―Vale.

    Luego del desayuno, Pantoja se despidió de su mujer y del niño. Abrió la reja de la terraza, encendió el motocarro y empezó a trabajar. Él nunca quiso nada de eso: le tocó. Le tocó camellar en lo mismo que su padre ausente, que le negó el apellido y abandonó a su madre. Le tocó soportar la humedad, mamar sol y soñar, porque no podía hacer nada más. Pantoja dejó el colegio muy temprano, cursó algunos años de bachillerato y empezó a ayudar económicamente a su madre. Primero la acompañaba a vender queso afuera de un supermercado. Cuando creció, su madre le exigió que hiciera algo más. Empezó a manejar moto y a trabajar como mototaxista, pero no daba suficiente sustento. Entonces, sacó un crédito y compró un motocarro. Casi todo el dinero que ganaba se lo quedaba su madre.

―¿Para qué quieres plata? Toda la vida te he dado lo necesario, ¿para qué quieres más?

    Pantoja callaba. Pantoja siempre fue un aliado del silencio. Nunca refutó a su madre, pero no por respeto a la autoridad materna. Él quería destacar con ella, puesto que para su padre él era un chiste, y en el colegio era un mediocre. Igualmente nunca lo logró. Su madre no lo cuidó como un hijo. Para ella, él solo era una boca que alimentar, era un accidente de tragos. Pantoja repitió la misma historia de sus padres. Por culpa de una borrachera en un quinceañero tuvo que mudarse con Kelly y empezar a mantener los gastos de su nuevo hogar. Qué triste todo. Todo fue más triste cuando se enteró de que Kelly se acostaba con sus amigos mientras él trabajaba. Sin embargo, Pantoja nunca dijo nada al respecto.

    Apenas eran las 9:00 a. m., ha sido un martes infinito. El sol empezaba a sancochar a las personas y a obligarlas a usar motocarros. Pantoja recordó que en una mañana así, con sol ligero, pero fastidioso, su suegra lo invitó a merendar. Aquella vez, Pantoja pensaba: "tan raro, doña Lucía no me quiere, siempre le habla mal de mí a Kelly. Debo lucirme". Recordó que en esa ocasión él le había llevado mandarinas de temporada a su suegra. Doña Lucía le sirvió una bebida de arroz y unas galletas. La sonrisa de doña Lucía era falsa, pero Pantoja no se daba cuenta. Hablaron y rieron; por primera vez en su vida Pantoja creía que estaba haciendo las cosas bien y el resto se daba cuenta. Tras una carcajada, doña Lucía dijo:

―Claro, eres un pelao' bueno, vives con mi hija y mantienes un hijo que no es tuyo.

Pantoja pasó saliva.

―¿Cómo así, doña Lucía? Él es hijo mío y de Kelly.

―No, querido, es bueno que lo sepas y entiendas tu lugar en esta vida. Kelly no te quiere, ese es hijo de un novio que tuvo ella, que ahora mismo está prestando servicio militar y dejó de comunicarse con nosotros. Ella quedó destrozada, pero también embarazada. Y aquí estás, hablando conmigo, fingiendo que eres mi yerno.

    Pantoja amargaba su martes recordando lo que no cabe en el olvido. Ya estaba jarto de recoger señoras gordas que cargan bolsas inmensas de compras innecesarias. Ya no quería saber de estudiantes que salen de la jornada matutina y quieren ir en motocarro a una panadería a pasar el rato. Pantoja ya no quería seguir conduciendo. Entre tantos recuerdos, Pantoja recordó que tenía que llevar un raticida a casa; no quiere otro regaño de Kelly, como siempre. Paró el motocarro en una esquina cercana a una ferretería. Allí compró una cajita de "Racumín", el mejor de los raticidas. La guardó en su bermuda y tomó rumbo a casa.

    Pantoja trabajó poco, pero juntó el dinero suficiente para el almuerzo, y una vez llegó a su hogar pitó la bocina del motocarro para que Kelly le abriera. No responde.

―Ábreme ―gritó Pantoja.

Nadie respondía. La llamó al teléfono, pero ella no contestó. Pantoja le preguntó a una vecina que si sabía algo de Kelly.

―Nada, veci. Llegó un man en una moto y se fue con ella.

―Bueno, gracias.

    Pantoja sabe que su mujer está acostándose con alguien más, y cree inocentemente que habrá dejado a su hijo con doña Lucía o algo por el estilo. Saca las llaves y guarda el motocarro en la terraza. No tiene ganas ni de salir a comprar algo para almorzar. Todo parece normal en casa, pero siente un olor metálico. Camina y nota que se asoma un charquito pequeño de sangre en la entrada de la habitación. Mueve la cortina y no encuentra a su hijo en la cuna. Al bajar la mirada, Pantoja ve al bebé en el piso. Hay ratas que muerden las ronchas de su piel enferma. El bebé no llora ni se mueve. Pantoja espanta a las ratas, y al alzar al niño se da cuenta de que las manos de su hijo tiene los dedos mordisqueados y medio mutilados. Con el bebé en brazos, Pantoja piensa: "¿por qué? ¿Qué hice yo, por qué? ¿Kelly se habrá cerciorado al irse de que él estuviera durmiendo, o si quiera que estuviera tranquilo en su cuna? ¿Por qué no vine antes? ¿Por qué no lo llevó con su abuela?".

    Pantoja corre hacia la cocina, su camisa y su bermuda están teñidas en rojo. No sabe qué hacer; deja el cuerpo del niño sobre la mesa. No entiende por qué no sirve ni para padre. No pudo ser un buen hijo, ni dio resultados como estudiante; tampoco fue querido como pareja. Y en su trabajo, él era otro más del montón de conductores de motocarro. Llora, recuerda, y no puede olvidar, no puede olvidarse de lo que es, ni de su barrio, ni de Kelly. Desea con fuerzas olvidar a su hijo, pero no puede. Pantoja se palpa el cuerpo, se quita la camisa y al tocar sus piernas siente la caja de Racumín. La abre, rasga el sobre y lo sirve en una jarra de jugo de corozo que estaba en la nevera, justo al lado de la mortadela. La nevera estaba dañada, al tocar la jarra sintió la misma temperatura del cuerpo de su hijo de manitos incompletas. Pantoja bebe todo, enrolla al bebé en un manojo de sábanas y lo pone en la cuna. Seguidamente toma asiento y mira al patio y piensa: "veinte años, para qué veinte años". 

    Atardece y Kelly no ha llegado a casa. A Pantoja se le revuelven las tripas, su pecho y abdomen se ennegrecen con hematomas, y su rostro moreno se vuelve amarillo. Pantoja quiere olvidar y aún no puede. Entonces decide ir a su habitación e intentar dormir, sabe que su mujer no volverá. Es una muerte lenta como la mañana o su vida entera, tan breve y eterna, pero siempre insignificante.

José María Eguren. (1911). Payasito con pelota.

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