Despedida materna

    A los veintiséis años mi cuerpo ya era alimento para gusanos. Te concebí siendo un cadáver.

    Antes de fallecer prematuramente, yo era hermosa, era una señorita culta con buen gusto para vestir. Asistía a aquellas fiestas y celebraciones que me saturaban con brandy y vino. Recuerdo las miradas fascinadas de los hombres viendo salir de mi boca entreabierta nubecitas tiernas de humo de cigarrillo. De vez en cuando pensaba en lo miserables que eran las otras, con sus vidas aburridas, sus rostros asquerosos, sus cuerpos desagradables y sus bolsillos vacíos.

    Todo era perfecto. Nunca te hablé de la vida que tuve, porque contigo ya había dejado de vivir. Nunca te hablé de mi época universitaria: no estudié porque realmente lo quisiera, sino por lo inusual que era una mujer atractiva y joven con un título universitario. Yo era distinta y deseable al ojo del resto. Amaba mi trabajo de contadora de distintos restaurantes, bares y hoteles de la ciudad; de día solo presentaba informes y balances, de noche todo era banquetes, humo, alcohol, baile, y alguno que otro muchacho tonto que enredaba entre mis piernas. Uno de esos muchachos era tu padre, tu verdadero padre. No recuerdo ni su nombre ni su cara, estaba muy ebria.

    Al poco tiempo supe que estaba embarazada. Tenía que moverme con afán antes de que mi abdomen se abombara. Recuerdo verlo, al que llamas padre. Él era un cliente recurrente en uno de esos restaurantes, siempre me quiso ofrecer trabajo en su pequeña constructora, pero yo era caprichosa y no accedía a sus ofertas. Al final tuve que decirle que sí y trabajar con él. Le guiñaba el ojo, respiraba cerca de él cuando entraba a su oficina, le seguía su juego idiota cuando me coqueteaba; después nos acostamos, y le dije lo mucho que lo amaba, aunque solo fueran palabras huecas. Él creyó en mi amor de diseño, yo solo necesitaba seguir con mi vida. Sabía que él me brindaría un techo en el que dejarte por un rato y continuar con mi ritmo en la noche.

    Al cabo de unos meses de nuestra boda y tu nacimiento, luego de que él te regalara su apellido sin saberlo; después de todo eso, tu padre decidió mudarse a ese hueco en el que sufrí tu infancia, allá donde morí. Él había firmado un contrato con la alcaldía de un cuchitril. Yo estaba escéptica, el monto del contrato era muy atractivo, pero el proyecto superaba las capacidades de una empresa como la de tu padre. Todo fue un fracaso y la compañía quebró. Ese infeliz me condenó a pasar una larga temporada de mi vida en medio de ese monte habitado por animales en lugar de personas. Tu padre quiso contentarme sin éxito. Me brindó toda clase de lujos con el dinero que todavía quedaba. Yo había dejado de trabajar. Estaba asqueada, yo emanaba una mezcla de olores a sudor y a cierta podredumbre, era un insoportable olor a mierda que dejaba de sentir cuando me emborrachaba y caía al piso cerquita de tu cuna, y me dormía arrullada con tu llanto de bebé fastidioso.

    Ese negocio fue una decepción, pero me decepcionó mucho más ser tu madre. Soy consciente de que no me quieres, me da igual. Yo solo quería tener una mejor vida, y contigo no pude tenerla. Tú me asesinaste desde adentro. Nunca fuiste mi bebé, fuiste un intruso, un parásito. Me desfiguraste el cuerpo. El rencor que te tengo lo guardo en mis ojeras. Hice que tu existencia fuera lo más dolorosa y agobiante posible mientras estuvieras a mi lado. Quise que sintieras la misma impotencia que siento ahora. Bebiste cada gota de mi sangre; arrancaste la sonrisa de mi cara. Cada placer me lo robaste, y una vez en tus manos lo presumías en tu risita pendeja de niño de once años. Ganas no me faltaron para irme de casa y desentenderme de ti y de ese hombre, pero no tenía alternativa alguna: no había dinero para tomar un bus y largarme; empezaste a crecer y yo ya no tenía ni siquiera el privilegio de estar ebria: las monedas que entraban a la casa iban para tu educación y tu ropa, y lo poco que quedaba era para comer porquerías. Eras el “consentido de papi”. Papi era solo un payaso cornudo.

    Y seguiste creciendo, estudiaste en una de las mejores universidades de la ciudad, te mudaste y sentiste pesar por tu padre senil y nos conseguiste un apartamento cerca a tu casa. Vives tu sueño con tu esposa y los dos simios que parieron. Tu padre nunca se quejó de su vida llena de mentiras; al menos tengo el mérito de ser una excelente mentirosa, soy experta ahorrándome las verdades, ahogándolas en botellas. 

    Yo fallecí joven. Maquillarme era maquillar un amasijo de carne mohosa y huesos. Pasaba los días vomitando en el baño, pensaba en mi útero convertido en sanguaza visceral y putrefacta dónde se gestó la vida de un buitre que acabó con la mía. Admito que soy mala, no tengo que ocultarlo. Pero tu padre, tu esposa, tus hijos y tú mismo son todos igual de corrompidos. Yo me maquillaba para ocultar el daño que me hiciste, ustedes se maquillan de carcajadas y respeto para disimular la perversidad que desbordan.

    La familia es un peso que se arrastra con las venas, por eso he decidido cortar las mías. Soy la prueba de que Dios se equivoca en muchas ocasiones: se lleva el alma de sus hijos olvidando su cuerpo en la tierra. Hoy enmiendo el error de Dios. Tu padre está sentado en el comedor, me está viendo desde hace una hora. Pídele a él, si es que llega a tener algún momento de lucidez, que te cuente con detalles cómo me rebané los brazos. Deja limpio el apartamento, abajo del lavaplatos hay detergente.

Paul César Helleu. (1908). Helena Rubinstein.

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