Las tijeras de Isabela

    1.

    Isabela cree que algún día llegará a cortar el papel. Por lo pronto lo pellizca, lo tuerce. Los dobleces se ríen. Isabela cree que se burlan de ella y los ahoga con silicona caliente. Ella sujeta bien las esquinas del papel, las dobla, las retuerce y las redondea hasta lograr que parezcan la sonrisa que ella ve en los charcos cuando llueve. "Charcos": con dos sílabas, char-cos, dice. Ella también cree que al papel le sobran dos sílabas; ¿para qué decirlo así, si en realidad no se dice, sino que se corta? Isabela asume que lo dice porque quiere cortarlo, es que Isabela cree que algún día llegará a cortar el papel. Todo lo que se dice es un deseo y ella lo entiende porque entre más lo dice más cerca estará de cortarlo y de dibujar allí su sonrisita de tijeras.

    Sin embargo, Isabela verdaderamente teme decirlo, pensarlo, creerlo. Su sonrisa augura esa forma que forma lo que por ahora dice. Charco, papel, cortar; todos son dos sílabas en las que cree porque las desea. El papel, como los charcos, puede ser muy pando sin parecerlo. En el papel, como en el charco, se imprime la intensidad de una imagen: el reflejo de Isabela. Esto da miedo, más de una vez ―piensa ella―, intentaría correr, tropezarme y dejar caer mi rostro en un charco, pero solo me espera un golpe en el cachete contra el filo del papel. Es que eso, los finales dan mucho miedo, saber desde ya qué va a pasar. El inicio de una palabra dibuja un deseo consumado en la última letra. Ella cree en eso, lo dice. Teme terminar de cortar el papel y que la imagen quede tan lejos de ella y de sus tijeras, por eso sonríe con ellas, disfruta de la distancia del final y del reflejo de ella en un charco, a cierta altura y distancia que deforma su cara de forma graciosa. "Fi-nal", también con dos sílabas. Ella estira sus pa-la-bras y abre muy bien las tijeras para reírse. Ella estira el papel que sostiene y que dice, así disfruta de su deseo con su temor bien oculto tras los recortes que lleva.

    2.

    Ser joven también tiene dos sílabas, por eso Isabela dice cada letra muy despacio, sin culpas, con tijeras, para tener el tiempo suficiente y cortar el papel. Ella se mira en el charco mientras se dice y se ríe. El temor que tiene por los finales se diluye en el charco por cada que se demora en decir "joven". A ella le gusta que su nombre dura más de lo que dura papel, joven, charco o final; es un nombre casi infinito como la risa. Su nombre dobla el papel en acordeón, como para guardarlo en sus letras grandes y mayúsculas; es una colección de imágenes en papel y en charcos que la hacen a ella ser eso, y dice joven como dice Isabela, queriendo serlo.

    Isabela no cree, Isabela crea. Ella hace del lenguaje un papel que corta y estira para hacer más con el lenguaje. Ella crea una imagen interminable donde la juventud es tan posible como su deseo de decir las cosas. Con charquitos de silicona caliente Isabela va haciéndose pronunciable para sí, para que el resto tenga que aprender a decirla de la forma correcta, con más de dos sílabas. No basta con decir "Isa" para decir "Isabela". No se puede confundir la palabra con la inmensidad a la que refiere. Ella hace una máquina en la que el deseo se prolongue kilométricamente en el borde de sus tijeras rojas. Isabela sonríe con el papel ordenado y revuelto entre sus manos.

    3.

    Lo triste, tal parece, es que a Isabela se le escurre en sus manos esa máquina, esos papeles se roban su tijera, el papel se vuelve en su mano como aquel reflejo que miraba sobre los charcos. Isabela para sí no es solo para sí, sino para el resto. Su temor por los finales se traduce en la colectividad de su nombre, en la publicación de su deseo, en su risa percibida por el resto. ¿Es triste? ―pregunta―, ¿es verdaderamente triste mi risa si el papel se sonríe conmigo?. No. Para evitar finales, Isabela contagia, Isabela prolonga en el papel como si fuera otra cosa distinta a ella, y también es ella. Es Isabela y la otra Isa, con dos sílabas, tan sujetable como el papel, como cortar, como los charcos. Danza sobre los bordes afilados de la tijera sin culpas cristianas y sin temores porque el final depende de todos. Seguirá ella en el mundo, el mundo, y el mundo sin ella. Seguirá el papel escribiendo una imagen mientras caiga lluvia para más charcos pandos rellenos de la tinta del rostro de Isabela. Ella no cree, ella crea en ese universo de un deseo posible donde nada acaba y el placer está al servicio de su nombre para decirlo cada que se le antoje mientras quede juventud o quede vida para hacerlo, para asirlo. Y ella se burla, seguirá cortando aún cuando no haya más palabras para explicar cómo corta y para decirla.

    Esto no es más que otro charco, esto es otro de los papeles de Isabela, y ella se ríe fuera de estas palabras que la dicen como papel que cree haber sido cortado. Los finales nunca se dan, los finales se abren en la comisura de las bocas que pronuncian estas últimas palabras con una sonrisa.

Jean-Louis Forain. (1872). Retrato de Arthur Rimbaud.




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