Locus abstractum

El poema toma contacto
se desliza con brazos extendidos
por las dos orillas:
esa es tu fuerza

Arturo Carrera. (1972). Escrito con un nictógrafo.


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    Dos cuerpos se acercan, observan sus suspiros y atienden sus puntiagudos deseos. Para que estos cuerpos se escriban es necesario un lugar en el que se despliegan una serie de esquinas que los protegen, y arriba un techo pañetado por trescientas nubes con todas las estrellas a lo lejos. Estas palabras existen porque en ese lugar hay un salón lleno de aves, gritos, figuras planas, luces y sonidos que ocultan la gramática de los rostros de esos dos cuerpos que intentan entenderse. Para entrar a ese salón solo hay dos opciones: leer este lugar hasta el límite de sus posibilidades o ser uno de esos dos cuerpos.

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    Adentro, en el suelo: siete manchas solapadas, que son catorce superpuestas, veintiocho arrastrándose, y cincuentaiséis y ciento doce dibujando la silueta de dos cuerpos que son siete manchas. Aprenden el lenguaje de ese espacio, y se extrañan. El primer cuerpo busca en el otro sus agudas preocupaciones, las mismas líneas delgadas que lo atraviesan. El otro hace lo mismo, mira al agudo y se percata de algunas regiones cuadradas, casi mudas y parecidas a su figura. No hay ningún otro espejo que no sea sus diferencias. Cuando se miran escuchan la armonía desigual de sus miradas que se miran:

—Hueles a cuadrados —dice el segundo.

—No, es el ritmo que imprimes en mi imagen —responde el otro cuerpo.

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    Por cada sílaba que entonan el lugar aumenta el doble de su tamaño. Ni las nubes, ni las manchas, ni los cuerpos pueden negar que son el preludio de la nada; no hay suficientes palabras para decir en tan vasto espacio. El segundo siente su pecho abrirse en tres mitades, sus adentrijos escurriéndose en la geometría del poco suelo que queda. El otro le presiona las costillas, grita piano y el lugar crece dos veces más de lo que era hace siete palabras. Si son dos, ya no habrá más nada. Sus miradas se desvían. El primero alza la vista hacia el cielo, el otro siente, y la fiebre del espacio se convierte en un silencio.

—No sé si pueda seguir diciendo algo —dice el segundo.

—No lo hagas, ya no quiero hacerlo.

    Al mirarse nuevamente alzaron vuelo. En el lenguaje del espacio solo esos dos cuerpos entienden ese silencio que abre la posibilidad de decir algo, y decirlo y callarse para escuchar otras cosas. Juntos hacen del lugar un palimpsesto poligonal habitado por la unión de dos voces.

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    El silencio deforma las palabras, el suelo es un ritmo blando en el que se desdoblan las voces de los cuerpos. El pecho abierto en tres mitades no significa nada más que un pecho abierto en tres mitades. Ellos saben que son, el primero lo dice en un canto que amplía los límites de este lugar escrito, más allá de la palabra en otros signos que siguen otra lógica: una danza de percepción miope si es vista con ojos diferentes al del teclado y el viento. Dicen un retrato de la naturaleza, hacen de sus cuerpos folios descuadernados que duelen.

—Noto desde acá arriba este todo desdoblado sobre sí y para sí —dice el primer cuerpo.

—Sí, lo anoto en mi voz que quiebra tu silencio retruecanado casi para nosotros.

    Ambos giran en un remolino de folios manchados con todas las manchas de figuras y sílabas si-métricas que ya no importan. El torbellino de papeles dice agudo, dolor, cuadrado y silencio en un lenguaje del espacio, en los ruidos al alcance de los cuerpos. Series irregulares de imágenes conexas no por comas sino por el sonido de dos pares de manos que nunca terminan de entrelazar sus dedos.

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    El silencio no es más que la posibilidad de un suspiro, el vacío solo es el drama de un lugar que está siempre antes del algo. Estos cuerpos suenan como ese todo que los envuelve y en el que están presentes las probabilidades de algo: en sus voces suenan todas las formas habidas. Ellos son una biblioteca que renueva su archivo en algo mucho más grande que solo dos cuerpos. Datan de otras cosas como huellas que dejan impresas por todo este lugar en el que, si se detalla bien, se esconden los oídos de estos cuerpos que ahora están a la escucha de otros. 

    El primer cuerpo acerca su rostro al rostro del segundo, que siente la ternura de una brisa que el otro ha preparado. Reinterpretan sus rostros, la brisa y la ternura, reinterpretan lo que hay para hacer más: más que palabra es sonido, y más que sonido es aceptar su breve tránsito por este sitio tan extraño y divertido; y extienden las fronteras del lugar en otro diálogo:

—Quiero decirte en tus silbidos coquetos.

—Mejor dime en el tartamudeo de tu pecho.

    Ambos hacen el esfuerzo de examinar lo más simple que comparten: las líneas chuecas que se agotan en sus siluetas. Los cuadrados se quiebran, adelgazan el grosor de sus perímetros en ángulos agudos que nunca terminan de cerrarse. El cuerpo del primero se ensimisma en caparazones de lados iguales para ser como el segundo. La armonía-contrapunto de sus miradas mirándose hasta que la respuesta de ambos es un abrazo que hace eco por todo el salón.

    5

    El eco se repite en las paredes del lugar. Igual que en un inicio, no es necesario saber el mensaje, es suficiente con los objetos. Repetir tampoco es igual, repetir es un intento accesible para aquellos que salen de sí hacia el lugar y son el lugar, y están con otros. En sus manos, en sus caras convive el desconcierto y el afán de remediarlo con más desconcierto diluido en la lisergia del lugar infinito.

    Sus pulmones llenos de flauta exhalan piano deshilachado en hebras de alambre que teje las grafías del lenguaje del espacio en este momento. Dos cuerpos solos en su compañía, desparramados en todas partes sin esquinas visibles. Dos que hicieron y dijeron todo, más allá de donde termina este lugar tan después del siguiente punto.


Regina Giménez. (2017). Geometría Cósmica.

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