Un miércoles

    Ya casi es de noche: salgo de la universidad, de la única clase del día. Veo la sonrisa de otros estudiantes en sus ojos al entrecerrarse cuando toman el bus que esperaban, y a veces sueltan entre susurros ininteligibles expresiones del tipo “menos mal no tuve que mamar tanto tiempo como ayer”. Todos tranquilos se van en buses que hacen una fila para llevárselos.

    Yo sigo esperando. Ya pasó media hora o cuarenta minutos. De lejos se distingue un Coolitoral con un diminuto letrero blanco con letras rojas, pienso: “ese bus da mucha vuelta, pero me sirve”. Paro el bus y al subirme estiro el brazo con el dinero. El chofer me mira con rostro de signo de interrogación, me mira juzgando, diciendo en su mirada: "este pelao' gafufo, enano y con aires de cachaco no tiene ni idea del bus que acaba de tomar":

—¿Para dónde vas? —me pregunta.

    Balbuceo fingiendo una respuesta. Paso el torniquete, sé que este bus me sirve. 

    Tomo asiento, uno con ventana porque, aunque ya es de noche, el calor de mayo es insoportable y el trayecto hasta casa es de una hora y media si estoy de malas, que generalmente es casi siempre.

    El bus pasa por un enredo de carreteras que aún no entiendo: "¿sigue siendo esto la 51B, es la Circunvalar, es otra calle que no conozco?". Igual da igual, el bus llega a Las Flores, y allí se llena de tanta gente que se hacen dos hileras de personas que van de pie, y se pisan, a veces me pisan y les regreso una mirada de culo, pero esta vez no es la ocasión. Voy en la ventana y eso es bueno.

    El camino por la Vía 40 lo he recorrido muchas veces antes, con mi padre en el auto, pero desde que monto en bus estoy más atento a sus detalles: empresas raras, grafitis, una carnicería con una estatua de una vaca, la Aduana, la calle rota, y en algunos momentos se ve el río, pero el cielo ya está tan oscuro que se funde con él. 

    Al llegar al centro el bus empieza a zigzaguear entre calles angostas. El chofer presume su destreza: conduce a oscuras sobre escombros y basura con una sola mano mientras toma un Vive 100 con la otra.

    Sigue la ruta por todo el Suroriente, oscuro, apagado, ni las casas se ven. Al llegar a la Calle 19 se alumbra todo en una especie de copia barata de Las Vegas: luces, ruido, autos y casinos, almacenes, billares, bares, discotecas. Falta poco. En la Calle 30, va el bus medio vacío. 

    Son las 7:50 p. m., antes de doblar por la Gran vía, se baja la mitad de la mitad de la gente que quedaba en el bus. Me estreso un poquito al pensar que estoy cerca de casa y debo terminar lecturas y trabajos, y que soy tan salado que tuve que tomar ese bus que juega siempre con mi tiempo, pero al menos el trayecto fue ameno, no me pisaron.

    Ya en la Gran vía calculo la distancia del bus respecto al lugar en el que me bajo. Presiono el timbre. Camino unas cuadras y cuando llego a la puerta de mi casa meto las manos al bolsillo: mi celular, unas monedas, la billetera... no, no están. Tengo que esperar a que lleguen mis padres para entrar a casa.


Edward Hopper. (1963). Sol en una habitación vacía.

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