Placeres corroídos

 

Takato Yamamoto. (1996). Sweet trap.

Locus amoenus

¿No te gusta este lugar?
Siente el sol rozando con su luz
tu rostro de porcelana,
y tu mirada, dos pequeñas grietas
que se cierran lentamente
con alegría y ternura concertadas.
Me tomas de la mano
y me respondes en voz baja:
"sí, me gusta este lugar".

Pero nada es cierto,
me reduje en el instante,
tiré mis lentes, no pude observar
lo que ya he vivido
y todo lo que está por pasar;
sí, querido, ahora somos otros,
otros más del montón.

¿Recuerdas de lo que te hablaba,
de doña Elvira y doña Sol,
que fueron engañadas,
por los infantes de Carrión?
Los cuatro en medio de un bosque,
un paradisíaco robledal,
disfrutaron una noche
de las delicias de la intimidad,
pero los infantes al día siguiente
llevaron su plan a cabo:
ellos las desnudaron,
escupieron risas sobre sus cuerpos
y no pararon de golpearlas
hasta verlas totalmente cubiertas
de sangre, moretones y rasguños
como firma del tormento que vivieron.

Mira aquella pintura,
que no te distraiga su belleza,
ni su abundante naturaleza,
lo importante es Ofelia,
quién yace muerta entre las aguas,
y por más hermosa que se vea,
aunque haya sido de noble estirpe
y su cuerpo lo custodien varias flores,
ahora es solo un costal de carne
en proceso de putrefacción,
devorado por la vida
que la muerte le arrebató.

Y el desgraciado Werther,
quién, impulsado por no sé qué,
quiso vivir lo que no le correspondía,
retirado en un tranquilo pueblo campesino
con el fin de gozar de total reposo,
pero el héroe no soportó el rechazo
de aquella bella e inteligente dama,
e irrumpió el sosiego que nunca hubo
con el grito de un disparo.
Pobre Werther, olvidó que allá dónde la paz reina,
el caos y la tragedia también tienen la palabra.

El silencio se calla
con el susurro de tu voz:
"¿Somos como ellos?
¡Pero si ellos son ficción!";
no, querido, ellos son como nosotros,
son el resultado de nuestras culpas,
nuestros miedos y nuestro dolor.

Vuelve el silencio,
y me retiro del lugar,
te miro de lejos,
en tu cara ya no hay sol,
solo se dibuja entre sombras
la silueta de una flor:
¡Ah, si las flores duermen,
qué repugnante sueño!


Sobre la miel que sabe a hierro

Este metal que transita mis venas,
que me abre desde adentro
y se riegan por el suelo
los agrios recuerdos
de los errores que he cometido
y también aquellos que no son míos,
pero que he tenido la desgracia de padecerlos.

Tú, metal fluyente,
semejante al mercurio,
que, con pasos traviesos,
recorres los nudos del corazón,
y asciendes a los rostros,
como termómetro del apetito,
y delatas en las mejillas
nuestros deseos y calores
que no son precisamente febriles.

Un metal que irriga cada parte del cuerpo,
que está dispuesto a enfrentar adversas
y dichosas situaciones,
como diluir entre sus células el vino,
las conversaciones y la música de anoche,
o enfrentar con soldaditos plaquetarios
a las heridas que en la mañana serán cicatrices.

Ese metal colorido,
que siendo así de completo
es solo otra pieza de la vida,
que así como cura,
hace fuertes heridas,
que celebra en desenfreno
a la vez que entiende de prudencia,
y tiene el sabor profano de la ambrosía:
dulce ardor que se deshace
en amargas imágenes de la memoria.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Milcíades, el presocrático

Difícil decir espera

Otros dos poemas