Horror vacui

 

Hildegarda de Bingen. (1152). El universo.

El beso de la nada

Nubes soñadas
cargadas de lluvia melancólica,
con sabor a lágrimas fermentadas
de tanto esperar lo inesperado.

Nubes que llegan como diosas
con torrentes de agua purificada,
que lavan nuestro cuerpo
cansado de tantos golpes,
cansado de tantos desaciertos,
harto de sentir la sangre
que corre en sus adentros.

Nube con sabor de caramelo,
prométeme no desampararme
que abajo yo no tengo el consuelo
que siempre me fue negado;
abajo se habita en la miseria,
cruenta realidad de ser humano.

Nubecita de hechizos complacientes,
no quiero omóplatos, yo deseo alas,
no quiero garras, ya no las necesito:
ahora mismo lo único que anhelo
es la asfixia de tu eterno beso
con tu lengua atravesando mi garganta.

Un trueno.
No eran nubes, eran telarañas.
No era agua, sino orina.
Nunca hubo consuelo, todo era delirio.
Las alas no son más que huesos rotos
y el beso una quimera malograda:
relato jamás acontecido,
mentiras muy bien enmascaradas,
fue la estéril búsqueda 
de la respuesta por el todo
cuestionada desde la nada.

Una generación frente al espejo

¡Cómo duele el reflejo en el espejo,
que ya no es imagen de lo que somos,
sino el vacío que seremos!

Rompemos el espejo en mil pedazos
y armamos con el reguero de esquirlas
tiernos angelitos imaginarios,
concebidos por capricho
en la soberbia y el autoengaño.

Rendimos culto a lo divino
aniquilando atributos de lo humano,
decimos instaurar la paz perpetua
ignorando totalmente nuestro caos.

¿Si la mejor borrachera es la del vino,
por qué la hemos buscado en sucios charcos?
No podemos romper más espejos,
ya no podemos negar que somos algo.

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