Realidades eróticas

 

Roberto Ferri. (2017). Februus.

Severidades

La vida es una ninfómana.
Ella me pide que la acaricie,
me exige que la muerda en cada parte:
en las rocas, en las células, en los libros,
en su fulminante naturaleza eléctrica.
Mis dientes se deshacen.

Me mira con cara de lujuria
y me dice:
“¿Cuándo terminarás de entenderme?”
Yo me quedo inmóvil,
se tira con violencia a mi cuerpo,
me flagela, la agarro del cabello,
la lastimo con el lápiz,
ella pone mi cabeza contra el piso.

¿Cómo puedo huir de esto?
No puedo, una vez lo hice
y me encerré en mi habitación
y me acosté con otras musas,
pero no me inspiraban poesía
ni instinto,
instinto por querer saber
lo que hay debajo de las sábanas.
Nada. Todo era blanco y redondo,
comprimido en miligramos
para embelesar tontamente.
La verdad es que lo mismo es hacerse una paja.

Entonces te escribo a ti,
loca, desenfrenada, cruel,
inestablemente estable,
jodida, antipática… Pero real,
sinceramente real.
Que te gusta que no me guste
el rigor al que me sometes
y que te gusta que me guste
este intento de entenderte,
que te gusta que me guste
aventurarme a estudiar
cada pelito, cada arañazo
y cada trocito de mundo que te compone.


La erótica ilusión del cuchillo

El chico afilado,
de rostro afilado
y sonrisa punzante
me apuñala,
me corta el pensamiento
y yo quedo inmóvil,
me desangro.

Sus cabellos son de alambre
que se enredan en mi memoria
como las enredaderas que se enredan
en el oxidado balcón de mi casa
y le dan algo de vitalidad
a esos barrotes ordinarios,
que se asemejan tanto
a la radiografía de mis costillas.

Chico afilado,
no te acerques que me hieres
y veo mi sangre caer
en el pavimento húmedo
de mis piernas,
húmedo de tanta lluvia,
de tanto calor,
de tanto mirarte.

¡Por favor, mantente allá,
lejos como un cuchillo sofisticado
que solo usan los chefs profesionales
para cortar la carne fina y blanda!
Lo contrario a mí, a mi carne,
yo soy mollejas y tendones podridos:
dicen que soy el alimento de las ratas
y el gozo de las cucarachas.

Sabes muy bien que me gusta tu filo,
pero también sabes que me encanta tu mango
que no es de madera, ni es de plástico:
es de abdomen suavemente esculpido,
es de pecho ardientemente forjado
para yo imaginarme entre estos versos
cómo lo sujeto entre mis manos
y así cortar, cortarme o cortarnos juntos.

¡Ay, qué embarrada, que estés allá tan lejos,
tan distante de este verso,
tan allá, en la cocina!
Y yo tan acá,
en esta cloaca de incomprensiones eviternas
que nacen desde que nos reconocemos
al ver en el reflejo lo que somos:
mollejas y tendones podridos.

He visto hermosos cuchillos
que crujen al rojo vivo de verme
en la forma que yo los veo.
Veo cómo en su filo
se reflejan sus miedos, sus secretos,
su afición patológica por picar romero
y otras hierbas para adobar
el corte de carne importada.
Ellos no se percatan de su engaño.

Calla. No me digas nada
que ya he escuchado el susurro afrancesado
de un chico cuya sonrisa solo hería de lejos,
pues al tocarnos era mi tosca piel aún más afilada,
y me frustré del fracaso de su tajo
que acabó por romper su figura en dos pedazos.
Te digo que te calles,
que me acuerdo del otro,
el “gringuito” cuya lengua se ennegrecía
del elogio de la finura del mal uso de su lengua.
Sí, el que pensó que podía plantar flores en mi mente,
cuando solo puedo preocuparme del moho
que se prolifera en mi carne y la de mis semejantes.

Ya fue mucho querer ser destripado,
ya me aburrí del contacto con cuchillos
que es peligroso,
supuestamente fogoso,
pero verdaderamente soporífero.
Al final, es molesto para muchos morder.
Les incomoda sentir las fibras de la carne
de un pernil jugoso, realmente jugoso,
mirar a lujo de detalle cómo se estiran
dichas fibras atacadas por los dientes:
ellas se resisten a abandonar el hueso
que también es menospreciado,
porque no disfrutan de chuparlo
y dejarlo desnudo con una marca de saliva.

Prefieren inventar cuchillos que son como ángeles,
pero sin alas, que solo son capaces de cortar
lo que algún otro masticó por ellos.

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